El antiveneno

lunes, diciembre 21, 2009

Las pruebas que debía sufrir Schreber eran variadas e imaginativas. Se le interrogaba, se le imponían pensamientos, se confeccionaba un catecismo con sus propias frases y palabrerías, se controlaba cada uno de sus pensamientos y no se dejaba pasar ninguno desapercibido, cada palabra era examinada en vista de lo que a para el significaba. Su carencia de secreto frente a las voces era completa. Todo era revisado, todo sacado a la luz. El era el objeto de un poder al que le importaba la omnisciencia. Pero aunque debía soportar que se le infligiese tantas cosas en realidad nunca se dio por vencido. Una forma de su rechazo era el ejercicio de su propia omnisciencia. Se demostraba a si mismo lo bien que funcionaria su memoria, aprendía poesías, contaba en voz alta en Frances, recitaba todas las gobernaciones rusas y los departamentos franceses.



Con la conservación de su entendimiento se refería principalmente a la inmovilidad del contenido de su memoria., lo más importante era la incolumidad de las palabras. No hay ruidos que no sean voces: el mundo esta lleno de palabras. Ferrocarriles, pájaros y maquinas hablan. Cuando el mismo calla, las palabras provienen inmediatamente de los otros. Entre las palabras no hay nada. El descanso, al que se refiere, el que añora, nada seria sino una libertad de palabras. Pero no la hay en ninguna parte. Cualquier cosa que le suceda, le es comunicado simultáneamente en palabras. Tanto los rayos mutiladores como los benéficos están dotados de habla y, como el, están obligados a utilizarla. “no olvide, los rayos deben hablar”. Es imposible exagerar la significación de la palabra para el paranoico. Están por doquier como alimañas, simple alerta, Se reúnen en un orden universal que nada deja fuera de si. La tendencia mas extrema de la paranoia es quizá la de aprehender por completo el mundo por las palabras, como sí lenguaje fuera un puño y el mundo estuviese encerrando dentro



Es un puño que nunca mas se vuelve a abrir. Pero ¿Cómo logra cerrarse? Aquí hay que remitirse a una manía de causalidad que se coloca como fin en si y que en este grado no se da sino en los filósofos. Nada sucede sin causa, basta preguntarse por ella. Siempre se encuentra una causa. Todo lo desconocido se reduce a algo conocido. Lo extraño que se acerca es desenmascarado como una propiedad secreta. Tras la mascara de lo nuevo siempre hay algo viejo, solo debe calársela sin ningún temor y arrancarla. El fundamentar se hace pasión que se ejercita en todo. Schreber ve perfectamente claro este aspecto de su coerción a pensar. Mientras se lamenta amargamente de los fenómenos antes relatados, ve en esta manía de fundamentación “una especie de compensación por la iniquidad a el acaecida”. A las frases comenzadas, “arrojadas” dentro de sus nervios, pertenecen con especial frecuencia conjunciones o giros adverbiales que expresan una relación de causalidad: “porque solo”. “por que, porque”,”porque, porque yo”. “A no ser que”/. Estas como todas las demás debe completarlas y, en esa medida, también ella ejercen una coerción sobre el.

“Pero me fuerzan a meditar sobre muchas cosas ante las que el hombre suele pasar sin prestarles atención, y por ello han contribuido a profundizar mi pensamiento.”

Schreber esta muy conforme con su manía de fundamentación que le depara mucha alegría; encuentra argumentos plausibles para justificarlas. Solo el acto original de la creación se lo deja a Dios. Ata todo lo demás que hay en el mundo, con una cadena de motivos forjada por el mismo, y así se lo apropia.

Pero la manía de fundamentación no es tan razonable. Schreber se encuentra con un hombre que ha visto con frecuencia, y lo reconoce a primera vista como el “Señor Schneider”. Es un hombre que no disimula, inofensivo como que todos conocen. A Schreber sin embargo no le basta este simple proceso de reconocimiento. Querría que tras ello hubiera más, y le es difícil conformarse con que atrás el senior Schneider nada mas hay por descubrir. Schreber esta habituado a desenmascarar, cuando nada ni nadie hay por desembozar, hace conjeturas en el aire. El suceso del desenmascaramiento y del desembozo tiene para el paranoico y no solo para el, una significacion fundamental. De el también deriva la manía de la causalidad; todas las razones se buscaban originalmente en las personas. Es aquí oportuno estudiar más detenidamente el desenmascaramiento.

La tendencia a descubrir de pronto entre muchas caras desconocidas, quizás en la calle una que a uno le parece conocida, seguramente es familiar para todo ser humano. Cuan a menuda resulta ser un error, el supuesto conocido se aproxima o uno se dirige a el, es alguien que uno no ha visto jamás. Nadie se preocupa de la equivocación. Cualquier rasgo casualmente parecido, la postura de la cabeza, la manera de caminar, el pelo, fueron motivo de confusión y la aclaran. Pero hay periodos en que estas confusiones se acumulan. Un ser muy determinado se le aparece a uno por doquier. Esta frente a locales en los que uno quiere entrar, o en esquinas concurridas. Aparece varias veces al día, naturalmente es alguien que le preocupa a un, que uno ama o, quizá con mas frecuencia aun, que uno odia. Uno sabe que se ha mudado a otra ciudad, lejos, allende el mar, a pesar de ello uno cree reconocerlo. El error se repite, uno persevera. Es claro que uno quiere encontrar a esa persona tras otros rostros.

Uno ve a los otros como una ilusión, que oculta lo verdadero. Muchos pueden prestarse para esta ilusión, tras todos los que uno supone que esta ese que busca. Hay una urgencia en este proceso que no da sosiego: cien rostros son sacados como mascaras, para que aparezca tras ellos el único que importa. Si tuviera que señalarse la diferencia capital entre ese y los otros cien, debería deciros: los cien son desconocidos y el uno es familiar. Es como si solo pudiera reconocerse lo familiar. Pero se oculta y se le debe buscar en lo desconocido.

En el paranoico este fenómeno se concentra y se agudiza. El paranoico sufre de una atrofia de la metamorfosis que parte de su propia persona –absolutamente inmutable- y desde alli recubre todo el resto del mundo. Incluso suele ver lo que es realmente distinto como si fuera lo mismo. Vuelve a encontrar a su enemigo en las figuras más distintas. En cualquier lugar del que arranque una mascara aparece su enemigo. A causa del secreto que supone subyacer a todo, a causa del desenmascaramiento, todo se le hace mascara. El es el calador, lo mucho es uno. Con la creciente rigidez de su sistema el mundo se hace más y más pobre en personas reconocidas, solo resta lo que pertenece al drama de su delirio. Todo es sondeable de la misma manera y sondeado hasta el final. Finalmente nada queda sino el y lo que el domina.

En lo mas hondo se trata aquí de lo inverso de la metamorfosis. El proceso del desembozo o desenmascaramiento puede ser asimismo muy bien definido como desconversion. Algo es reconducido coercitivamente sobre si mismo a determinada posición, a determinada postura en la que se le quiere tener, que se considera la suya propia y autentica. Se comienza como espectador, se parte de la observación de los demás que se transforman unos en otros. Quizá se contemple momentáneamente la mascarada, pero no se la aprueba, no se encuentra placer en ella. De pronto se dice: “Alto!” y se pone punto final a ese breve, animado acontecer. “Desenmascarar!” se exclama y cada cual aparece como de veras es. Esta prohibido entonces seguir transformándose. La representación se termino. Las mascaras fueron caladas. Este proceso retrogrado de la desconversion no se da casi nunca enteramente puro, porque en general esta tenido por expectativas de hostilidad. Las mascaras han querido engañar al paranoico. Su metamorfosis no fue desinteresada. Por sobre todo les importaba el secreto. En que se convirtieron, que debían representar era más bien secundario, lo principal era que en ningún caso fueran reconocibles. La contraoperación del amenazado al arrancar las mascaras es tan brutal y odiosa, por cierto tan violenta e impresionante, que con demasiada facilidad uno pasa por alto la metamorfosis precedente.



Canetti - masa y poder 1960